Viaje al fin de la noche

Viaje al fin de la noche: la soledad como vicio
“Sabes que si me marcho es porque te estorbo. No soy un ser normal… soy fiel, te lo aseguro, a mi manera, atrozmente fiel, hasta reventar. Pero me agobia la regularidad de la vida. En realidad, me siento mucho más cerca de la gente cuando la dejo”.
Louis- Ferdinand Céline, Carta a Lucienne Daforge.
Viaje al fin de la noche se publicó en 1932, cuando Louis-Ferdinand Céline, su autor, estaba muy cerca de cumplir los 40 años. En el contexto de su aparición desató los comentarios más apasionados. Sin embargo, tanto los críticos de Izquierda como de Derecha, llegan a un consenso: se trata de una obra maestra. Son los años de entre-guerra, las vanguardias están en su eclosión. Los surrealistas la saludan con entusiasmo; Camus y Sartre la idolatran. En realidad es la obra que ellos hubiesen querido escribir: un libro que se levantó como la bandera de una generación; una novela desencantada, cínica y con cierta dosis de existencialismo, cuya importancia, como emblema de esos años, solo podría compararse a la Condición humana, que André Malraux publicó en 1933.
Su autora, pues todos piensan que se trata de una mujer (Céline es el pseudónimo femenino con el que la novela llegó a Robert Denoël, el editor que la publicó), se ha convertido, para una generación, y por antonomasia, en un hito literario. Todos están intrigados por conocerla. ¿Será guapa, rica o misteriosa? Quizá sea una académica, quizá una integrante del Partido Comunista Francés. Pues bien, en lugar de la estrella literaria que imaginan la irónica realidad les entrega al doctor Destouches (el verdadero nombre de Celine). Jaja. El doctor Destouches, un médico desgarbado y huraño, un perdedor consciente de serlo; un buscavidas al que los salones literarios le importan un comino… Ese es el hombre que ha edificado un mundo. Ese es el hombre que, después de siglos, ha transformado la prosa francesa.

No obstante, y a pesar de la apariencia de su autor, Viaje al fin de la noche se impone, en medio del esnobismo de esos años, por su garra. Quien la escribe se preocupa menos de los convencionalismos literarios de la época como de aclarar cuentas consigo mismo. Esta novela no es una obra para el público tanto como la respuesta a una vida: un espejo oscuro en el que se refleja el rostro de un hombre.
Y quizá, o precisamente por ello (por su indiferencia ante el discurso oficial de la Academia y los prejuicios de la moda), es que esta narración revela, por su honestidad y como ninguna otra, el angustioso sentimiento que invadió a los europeos de entreguerras. El cinismo que de ella se desprende coincide con el de esos acontecimientos históricos que evidenciaban una gran verdad: todo es inútil. El racionalismo no pudo hacer frente a la muerte y a la irracionalidad de la conducta humana. El clima enloquecido de principios de siglo XX es la prueba inobjetable.
Ferdinand Bardamu, alter ego evidente de Céline y protagonista de la novela, narra, en un tono descarnado, sus vicisitudes en la Primera guerra mundial; sus viajes al África colonizada y a Estados Unidos; su regreso a París para trabajar como médico de barrio. Todos estos hechos los describe, sin embargo, con la violencia de un torbellino. El narrador se hunde, como un pesado yunque echado a un río, en el vértigo violento de una etapa de su existencia: la juventud.
Novela de aprendizaje, Viaje al fin de la noche evidencia un recorrido espiritual por tales años. Un misticismo oscuro acompaña a Bardamu en cada una de sus experiencias. Un anhelo imposible lo anima a querer encontrar algo, que ni el mismo sabe bien qué es, en cada uno de los viajes que emprende. Es un soñador, y en el fondo insiste en obtener de la vida algo que esta no puede darle (y que algunos llamarían dios).